La Reina Margot by Alexandre Dumas

La Reina Margot by Alexandre Dumas

autor:Alexandre Dumas [Dumas, Alexandre]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Aventuras, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 1845-04-23T05:00:00+00:00


SEGUNDA PARTE

Capítulo I

FRATERNIDAD

L salvar la vida de Carlos, Enrique había hecho algo más que salvar la vida de un hombre: había impedido que tres reinos cambiasen de soberano.

En efecto, muerto Carlos IX, el duque de Anjou se convertiría en rey de Francia y el duque de Alençon, probablemente, en rey de Polonia. En cuanto a Navarra, como el duque de Anjou era el amante de la señora de Condé, su corona hubiera servido posiblemente para pagar al marido la complacencia con que toleraba la conducta de su mujer. Ahora bien, de aquel trastorno no hubiera sacado ningún provecho Enrique. Cambiaba de amo, esto era todo, y en lugar de soportar a Carlos IX, que al fin era tolerante para con él, vería subir al trono de Francia al duque de Anjou, quien, siendo el ojo derecho de su madre Catalina, había jurado darle muerte y no dejaría de cumplir su juramento.

Todas estas ideas acudieron a su mente en el momento en que el jabalí se lanzó sobre Carlos IX, y ya hemos visto cuál fue el resultado de sus reflexiones. La vida de Carlos estaba totalmente ligada a su propia existencia.

Carlos IX fue salvado por un sentimiento cuyo motivo se hallaba muy lejos de comprender.

Pero Margarita había comprendido todo y admirado aquel singular valor de Enrique, que, semejante al relámpago, no brillaba sino en las tormentas.

Por desgracia, no se trataba sólo de evitar el reinado del duque de Anjou, sino que era preciso que llegara el mismo Enrique a ser rey. Para ello tenía que disputar Navarra al duque de Alençon y al príncipe de Condé; era indispensable, sobre todo, abandonar la corte, por donde caminaba entre dos precipicios, y abandonarla protegido por un príncipe de Francia.

Enrique, al regreso de Bondy, reflexionó profundamente sobre su situación. Al llegar al Louvre tenía ya un plan. Sin quitarse las botas, tal como estaba, lleno de polvo y ensangrentado aún, se dirigió al cuarto del duque de Alençon, a quien encontró muy agitado paseando a grandes zancadas por su habitación. Al verle, el príncipe hizo un movimiento de sorpresa.

—Sí —le dijo Enrique cogiéndole las dos manos—, sí; comprendo, mi buen hermano, que estéis disgustado conmigo porque fui el primero que hice resaltar ante el rey que vuestra bala había atravesado la pata de su caballo en lugar de herir al jabalí, como sin duda era vuestra intención. Pero ¿qué queréis? No pude contener una exclamación de sorpresa. Por otra parte, el rey se hubiera enterado de todas maneras, ¿no lo creéis así?

—Sin duda, sin duda —murmuró Alençon—, sin embargo no puedo atribuir sino a mala intención esa especie de denuncia que habéis hecho y que, como habéis visto, ha tenido como consecuencia nada menos que poner en guardia a mi hermano Carlos respecto a mis intenciones y que una nube se interponga entre nosotros.

—Ahora hablaremos de eso, y en cuanto a la buena o mala intención que tengo respecto a vos, vengo expresamente para haceros juez de ella.

—Está bien —dijo Alençon con su habitual reserva—.



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